sábado, 27 de diciembre de 2014

(Póngase aquí el nombre, si lo tuviese, de la musa que alguna vez se haya tenido)

Ella me recuerda a una escultura clásica.
Una prenda liviana y traslúcida la cubre suavemente. Su piel adquiere el color de cualquier luz que la alumbra, pero su belleza se agudiza con la inclinación del atardecer. Los cabellos que no han quedado recogidos caen sobre su nuca como ramas movidas por el viento del mar que parece rodearla. El contrapposto le permite moverse sin necesidad de bajarse de su pedestal, desde donde lo ve todo. Atrae irremediablemente con su mirada blanca y mate, con su aroma levantino, y con la curiosidad que genera en los demás la piel tersa de sus senos, esos mismos que se sonrojan cuando alguien los está mirando.

Ella me recuerda a una diosa.
Es fascinante. Caen rendidos a sus pies muchos, centenares, desde hace siglos. Es orgullosa. Nadie se atreve a desafiarla, pero todos la que la contemplan, acobardados detrás de sus parapetos, la defenderían sin dudar. Es preciosa. Pero nadie, ni ella misma, pretende sucumbir a sus encantos.

Ella me recuerda a la Venus de Milo.
Es inabarcable. El ritmo de los pasos de la mayoría de las personas no sirve para recorrerla, aunque acaben agotadas. La puedes llegar a mirar por todos sus ángulos, pero no puedes llegar a entenderla en su conjunto. Quizás ésa es su venganza por el hecho de que nadie intente, por no tener brazos, amarla de verdad.

Ella, que es allí, es un lugar. Una ciudad.
Sí, en algún momento de mi vida he tenido como musa a una ciudad. Una ciudad atrayente, fascinante, orgullosa, preciosa e inabarcable. También caótica, como toda buena fuente de inspiración. Atemporal, ya que lo que ella nos permite ver es simplemente todo aquello que le ha pasado a todos los que han vivido en ella alguna vez. Y, sobre todo, simple e incomprensible, como un autobús en el que los ocupantes y las maletas se desbordan por sus lados.

Pero, como inspiración que era, se fue como vino, sin avisar.