Antes
de entrar, la mujer del zapatero se
asomó, de puntillas, por el pequeño hueco enrejado de la puerta. No lo pudo ver desde allí,
así que se puso nerviosa. Era el único consejo que su marido le
había dado: “ante todo, conserva la calma cuando estés dentro”. Lo recordó en ese
momento, y sus nervios se alteraron más todavía.
Antes
de abrir la puerta, con las llaves en la mano, miró a izquierda y
derecha, encontrándose con un largo y solitario pasillo en ambos lados. Sabía
que no iba a haber nadie, pero quería asegurarse. En toda la prisión
sólo quedaban ella, su marido, que vigilaba la entrada, y el pequeño Delfín. Los demás estaban en
la Plaza, a la espera de un nuevo festival de sangre. O en las
callejas cercanas, en pleno festival de embriaguez.
Una
vez abierta la puerta, pudo verlo al fin. Estaba tirado en una esquina encharcada de a saber qué, con toda la piel
llena de pústulas supurantes. Sus nervios, pese al olor a muerte y humedad, disminuyeron
al ver que el pecho del pequeño todavía subía y bajaba, aunque de
forma muy espaciada.
“Es
la celda más sombría del Temple”, pensó la mujer del zapatero
antes de vaciar la cesta que llevaba consigo y agacharse a recoger al
pequeño Rey, que apenas pesaba más que la ropa que acababa de dejar
caer. Antes
de salir de la celda, comenzó a silbar, nerviosa de nuevo, La
Marsellesa, que resonó por todos los muros de la antigua fortaleza. Aunque nadie la pudo oír.