lunes, 14 de abril de 2014

El Delfín


Antes de entrar, la mujer del zapatero se asomó, de puntillas, por el pequeño hueco enrejado de la puerta. No lo pudo ver desde allí, así que se puso nerviosa. Era el único consejo que su marido le había dado: “ante todo, conserva la calma cuando estés dentro”. Lo recordó en ese momento, y sus nervios se alteraron más todavía.
Antes de abrir la puerta, con las llaves en la mano, miró a izquierda y derecha, encontrándose con un largo y solitario pasillo en ambos lados. Sabía que no iba a haber nadie, pero quería asegurarse. En toda la prisión sólo quedaban ella, su marido, que vigilaba la entrada, y el pequeño Delfín. Los demás estaban en la Plaza, a la espera de un nuevo festival de sangre. O en las callejas cercanas, en pleno festival de embriaguez.
Una vez abierta la puerta, pudo verlo al fin. Estaba tirado en una esquina encharcada de a saber qué, con toda la piel llena de pústulas supurantes. Sus nervios, pese al olor a muerte y humedad, disminuyeron al ver que el pecho del pequeño todavía subía y bajaba, aunque de forma muy espaciada.
“Es la celda más sombría del Temple”, pensó la mujer del zapatero antes de vaciar la cesta que llevaba consigo y agacharse a recoger al pequeño Rey, que apenas pesaba más que la ropa que acababa de dejar caer. Antes de salir de la celda, comenzó a silbar, nerviosa de nuevo, La Marsellesa, que resonó por todos los muros de la antigua fortaleza. Aunque nadie la pudo oír.