miércoles, 7 de julio de 2010

Roídas zapatillas de deporte


Subí la escalerilla y crucé el umbral del avión, esquivando el muro de olor a usado y perfume de rosas recién rociado. Un auxiliar de color me indicó el lugar dónde estaba mi asiento. Tras empujar bruscamente las piernas de dos niños que pataleaban , formando una barrera en el pasillo entre butacas, y tras guiñar un par de ojos a cada lado, encontré mi asiento y me dispuse a poner el maletín en el compartimento de equipaje. Un maletín que tenía agarrado por el asa de la imaginación. Noté cómo la tensión arterial me bajaba y lo último que vi fue el suelo del avión elevándose y acercándose rápidamente hacia mi rostro.

Los sonidos que llenaban el avión -los suspiros de alivio, el jazzístico hilo musical, las palmaditas en la espalda, los niños de antes pataleando los asientos de delante, el padre suspirando agobiado- quedaron silenciados por una voz que reververaba entre los muros de mi mente.

Pocos segundos tardé en emerger del fondo del mar emmoquetado y comprobar que los sonidos recuperaban su cadencia. Sólo entonces fue cuando despegué los párpados: unos intensos ojos azules en el centro, flanqueados por unos zapatos de tacón negros y unas roídas zapatillas de deporte. Los ojos, en primer plano, se sobresaltaron cuando se encontraron con los míos, y se alzaron hacia el cielo. Los zapatos de tacón negros retrocedieron, chocaron con una mochila cuyo dueño no se había molestado en colocar en su debido lugar, y se perdieron en el horizonte. En cambio, fueron las roídas zapatillas de deporte las que se mantuvieron fieles y no perdieron de vista mis ojos ya vacíos de libertad.


NOTA: Zapatillas roídas cortesía del señor Forrest G.

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