lunes, 8 de noviembre de 2010

Llueve, me gusta


Para mi sorpresa, esa tarde los paraguas aparecieron masivamente, como si la gente hubiera olido lo mismo que yo había sentido. Pero sabía que era imposible. Simplemente, recuerdo que pensé, sería un caso de anormal presentimiento colectivo.
Desde mi habitación veía los paraguas moverse muy rápido, como si a cuestas los llevaran hormigas. Se chocaban unas con otras. Se mojaban unas a otras. Pero había una, con ropa holgada y una capucha en la cabeza, parada y sin paraguas, mientras las demás hormiguitas pasaban a su alrededor desconcertadas y desconcertando a todas las que aún no lo estaban. En un primer momento, pensé que estaba esperando a que el semáforo se pusiera en verde, pues estaba al borde del paso de peatones que concluía bajo mi ventana. Pero después de dos rojos y tres verdes, esa idea la deseché. Quizá esperaba a alguien, fue mi segunda hipótesis.
Un paraguas naranja cruzó la escena haciendo que el resto de figurantes pasasen a un segundo plano. Sin poder remediarlo, lo seguí con la mirada durante unos cuantos metros, hasta que desapareció por una esquina. En ese momento, aprovechando que no le prestaba atención -¡Como si supiera que estaba observándole!-, la figura de ropa holgada sacó las manos de los bolsillos. Solo pude llegar a ver como sus finas manos de mujer habían llegado ya a los bordes de la capucha y comenzaba a descubrirse la cabeza, haciendo caer sobre sus hombros un excelso manto blondo. Pasé la mano por el cristal, que se había empañado por mi recientemente agitada respiración, pero no sirvió de mucho. Con los ojos entornados, haciendo fuerza con los párpados, intenté verle la cara, pero había muchas gotas esparcidas por la parte de fuera del cristal.

4 comentarios: