Los dos permanecieron callados durante poco tiempo. La mujer se sentó en la banqueta, pegada a la mesita de noche, dispuesta a obedecer cualquiera de los mandamientos del moribundo. No se atrevió a coger el libro de encima de su mesita, que había dejado a la mitad desde que la situación de él empeoró; se lo tenía prohibido. Así que no leía, solo miraba fijamente esos ojos negros de hiena, que oscurecían a marchas forzadas toda la estancia.
Al rato, los párpados encerraron tras de sí la fuente de la oscuridad. Sigilosamente se levantó de la banqueta y se dirigió a su lado de la cama. Cogió el libro, fue hacia la ventana y, a través de una pequeña rendija por la que entraba una tímida luz, comenzó a leer. Pero poco duró esa evasión.
- ¿Qué haces ahora, Ángela? - la hiena es un animal carroñero, nocturno por antonomasia, que huele cualquier presa que se moviese aun en tinieblas.
- Nada. Miro cómo cambia la luz. Ha dejado de llover, el sol brilla en todo su esplendor. Hace un día estupendo, ¿no crees? - dijo apretando la cortina hasta que sus manos comenzaron a sangrar de rabia.