jueves, 18 de abril de 2013

Inspire, espire


  • - ¿Para qué? ¿Para qué leer libros, si me cuesta imaginar que puedo vivir dentro de ellos por un momento? ¿Para qué escribir, si nadie más que yo lo va a leer? ¿Para qué seguir? ¿Para qué alimentarme, si nadie me va a comer? ¿Para qué salir de casa, si mis sábanas se esfuerzan por reconfortarme sin que se lo pida? ¿Para qué? -estaba a punto de llorar hacia el cielo. Siempre había pensado que era mejor tener la cabeza gacha en los buenos momentos, y alta en los malos.
    - ¿Tú? ¿Eres tú el que se pregunta eso, así, de esa manera tan grandilocuente? –le contestó una voz lejana, con un deje de incredulidad, procedente del bosquejo de bosque, el mismo que se podía ver, a lo lejos, desde aquel caserón en el que se encontraba.
    - ¡Yo! ¿Es que no tengo derecho? -el temblor de piernas no afectó a su discurso, vehemente por lo demás.
    - No te pongas trascendental. No me hagas reír.
    - ¿Es que no tengo derecho? -volvió a preguntar a la umbría. Su tono había cambiado completamente. Una súplica se había escapado entre sus dientes. Intentó disimularla.
    - No. Para morir, vivís para morir sufriendo, para sufrir viviendo. Eres, sois, mejor dicho, unos sufridores y, por ello, unos héroes. No tienes derecho, los héroes no se quejan. Ellos combaten, sufren, pasan a la (mi) posteridad. Y siempre mueren.
    - He intentado entenderte toda mi vida, creéme, pero cada vez entiendo más a los que no quieren entenderte, puedan o no -contestó dándose la vuelta, dando la espalda al ramaje.
    - ¡Oh, amigo mío! La comprensión os hará libres -ahora el grandilocuente era el otro.
    - Eso no es lo que decías antes -se quejó amargamente el quejicoso. 

    No obtuvo respuesta. La umbría desapareció, el sol consiguió al fin atravesar la espesura y la grandilocuencia no volvió a aparecerse. Todo ahora era de un cálido color a septiembre.

    Atravesó el jardín con la cabeza alta, dirigiéndose hacia la puerta trasera del caserón, el mismo que no le traía más que recuerdos lastimeros y olor a lavanda. Empezó a toser. Intentaba coger aire, respirar profundo. Pero siguió tosiendo. No se le llenaban los pulmones. Lo notaba, lo sufría. Se estaba ahogando con la sensación de que nunca podría desembarazarse de ese cochambroso intento de vida.




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