Ella
me recuerda a una escultura clásica.
Una
prenda liviana y traslúcida la cubre suavemente. Su piel adquiere el
color de cualquier luz que la alumbra, pero su belleza se agudiza con
la inclinación del atardecer. Los cabellos que no han quedado recogidos caen sobre su nuca como ramas movidas por el viento del mar que parece rodearla. El
contrapposto
le permite moverse sin necesidad de bajarse de su pedestal, desde
donde lo ve todo. Atrae irremediablemente con su mirada blanca y
mate, con su aroma levantino, y con la curiosidad que genera en los demás la piel tersa de sus senos, esos mismos que se sonrojan cuando alguien los
está mirando.
Ella
me recuerda a una diosa.
Es fascinante. Caen rendidos a sus pies
muchos, centenares, desde hace siglos. Es orgullosa. Nadie se atreve
a desafiarla, pero todos la que la contemplan, acobardados detrás de
sus parapetos, la defenderían sin dudar. Es preciosa. Pero nadie, ni
ella misma, pretende sucumbir a sus encantos.
Ella
me recuerda a la Venus de Milo.
Es inabarcable. El ritmo de los pasos
de la mayoría de las personas no sirve para recorrerla, aunque acaben
agotadas. La puedes llegar a mirar por todos sus ángulos, pero no
puedes llegar a entenderla en su conjunto. Quizás ésa es su
venganza por el hecho de que nadie intente, por no tener brazos, amarla de
verdad.
Ella,
que es allí, es un lugar. Una ciudad.
Sí, en algún momento de mi vida he tenido como musa a una ciudad. Una ciudad atrayente, fascinante, orgullosa, preciosa e inabarcable. También caótica, como toda buena fuente de inspiración. Atemporal, ya que lo que ella nos permite ver es simplemente todo aquello que le ha pasado a todos los que han vivido en ella alguna vez. Y, sobre todo, simple e incomprensible, como un autobús en el que los ocupantes y las maletas se desbordan por sus lados.
Pero, como inspiración que era, se fue como vino, sin avisar.
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