miércoles, 24 de marzo de 2010

"Yo no estuve aquí"


Al incorporarse en la cama, miró al manchado suelo y encontró un rotulador negro tirado. Se desperezó tirando hacia atrás sus largos y arrugados brazos y haciendo un ruido extraño, con una espina clavada en la garganta, y se levantó. Cogió el rotulador y lo miró con nostalgia, tal vez pesando en su inocente infancia. Comenzó, sentado de nuevo en la cama, a hacer malabares con él, pasándoselo de un dedo a otro sin tocarlo con la otra mano(¡no se había olvidado!). Se puso de rodillas en el colchón y, en la turbia pared, encima del barroco cabecero, empezó a escribir. “Yo no estuve aquí”, puso, y debajo firmó con una “o” mayúscula y un punto. Salió de aquel desconocido lugar y, teniendo claro lo que tenía que hacer, se dirigió a la que una vez fue su casa.

Pasó casi todo el soleado día vagando por las cambiadas calles de su ciudad. Reconoció un edificio semiderruido, que logró identificar con el colegio que lo vio crecer gracias a un cartel que pendía de una de las ventanas tapiadas del segundo piso. Ya estaba cerca. Sólo unas cuantas manzanas más. Se trataba de un barrio céntrico y peligroso, infectado de prostitutas en cada una de las esquinas y de toxicómanos con síndrome de abstinencia tirados por las destrozadas aceras. Otrora fue un barrio residencial, de esos en los que cada vivienda era unifamiliar, de dos plantas con buhardilla y contaba con un pequeño jardín en su parte posterior. Ahora, la expansión urbanística que él había vivido desde la cama de un hospital, las había destruido y hábía puesto en su lugar cientos de amontonados bloques de edificios altísimos, cuyas recias siluetas acristaladas apenas dejaban llegar los rayos del sol al sempiterno suelo húmedo. Todo lo embargaba una fina capa grisácea, de polvo en suspensión, como el de las casas abandonadas del campo. A este deprimente panorama había que añadir la repentina llovizna ácida que comenzó a caer entonces, lo que le daba al vecindario un aspecto más gótico y siniestro si cabe, y le obligó a guarecerse en un estrecho portal.

Finalmente, y tras haber amainado la lluvia, vislumbró, entre las enredaderas que se abalanzaban sobre ella, su casa, una de las pocas antiguas viviendas que quedaban en pie, aunque eso sí, muy deteriorada. De todas formas eso no le importaba, no necesitaba entrar, pues lo que estaba buscando se encontraba enterrado al pie del arce que había en el jardín de atrás. Se arrodilló delante de él, y escarbó y escarbó, apartando de vez en cuando las flores silvestres que habían crecido alrededor de su tronco y que caían ahora, marchitas, sobre su agitada cabellera. Minutos después, y con las manos ensangrentadas, consiguió rescatar su tesoro escondido largo tiempo atrás. Lo cogió, se lo metió a la boca, y apretó el gatillo.

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