martes, 15 de noviembre de 2011

Guía de un célebre autoestopista


Un dedo pulgar hacia arriba, e inmediatamente un fogonazo de luz y una bocina. Un camión ronroneaba en frente suyo, esperándole.

Fue recibido por un gruñido de interrogación de un escuálido hombre, a lo que contestó con un gesto de fingida indiferencia. El escritor subió y se sentó con dificultades, intentando no tocar la caja rebosante de palomitas que ocupaba el lugar que deberían ocupar sus pies. Pronto se dio cuenta de que la cabina del camión tenía un olor particular, como a salitre y moho. Todo allí estaba húmedo. Lo estaba la manta de manchas de dálmata que cubría el asiento del copiloto; lo estaba la palanca de cambios por las grasientas manos del conductor; lo estaba el calendario erótico que pendía detrás de los asientos; lo estaban las axilas del auriga, mal resguardadas en una camiseta sin mangas.

El camionero aceleró bruscamente y el otro, con los pies sobre el asiento, besándose las rodillas y con el maletín pegado al pecho como una carpeta de adolescente, se echó hacia atrás por la inercia. Pero las fuerzas le fallaron y cayó sobre el costado izquierdo del camionero, sobre el tatuaje de caracteres cirílicos, tirando la bolsa de su regazo. Fue entonces cuando pensó que iba a morir... hoy por tercera vez.

Un ovillo de lana, o un gatito asustado y asustadizo que corre a protegerse a la barriga de su madre ante la presencia de un gatito algo mayor y desconocido. Ése era ahora el insigne escritor autoestopista. Paralizado por el miedo a la reacción que pudiera activarse en el cerebro o, aún más peligroso, en el fibroso brazo del conductor, no pudo más que entornar los ojos, preparado para recibir la estocada de gracia.

Pero no pasó nada.

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